Torturas inhumanas
Desde que Platón impuso la caverna como centro penitenciario, las cárceles no han dejado de sufrir reformas. Se supone que la cárcel sirve para la rehabilitación del condenado pero, en realidad, hay muy pocos presos que acaben una carrera intramuros y la mayoría no vuelve a pisar la calle sin graves secuelas psíquicas. A las torturas tradicionales (humedad, suciedad, mala comida, golpes, duchas frías), el siglo XX ha sumado la televisión, de manera que el preso no tenga ya un solo rincón donde escapar de los chillidos matriarcales de la Milá o de los telediarios de Gabilondo. Pensar que hay gente que comete un asesinato sólo para no ver más a Buenafuente.
Entre las más novedosas formas de tormento carcelario se cuentan la conferencia budista y el strip-tease. Ambas actividades perfeccionan la aflicción de esos horrendos espectáculos teatrales a los que los reclusos deben acudir por narices, aunque no alcanzan las cotas de martirio absoluto que puede infligir un cantautor. Pensar que lo que espanta en libertad puede ser un consuelo entre rejas es un error muy común. Si la voz de Víctor Manuel en la calle es una molestia, en prisión puede ser el infierno.
En la cárcel de Picassent, en Valencia, Daniela, una bailarina de strip-tease se desnudó para los presos. Apenas unos días después, en la cárcel de Ibiza, Khenpo Chögyn Rimpoché, lama tibetano, impartió una conferencia sobre budismo. Ambas operaciones, aunque palmariamente contradictorias, se complementan en el fin común de quebrantar la buena fe y la paciencia de los presos. Hablarle de la pobreza voluntaria y del valor de la renuncia a un tipo que come en una escudilla de metal y luego tiene que defecar en grupo es exponerse seriamente a que el recluso triplique su condena por estrangulamiento de monje.
En cuanto al strip-tease, simplemente recordar que la más refinada perrería del infierno musulmán consiste en llevar al condenado al paraíso, rodearlo de huríes y hacerle disfrutar durante un día entero de todos los gozos imaginables sólo para arrebatarlo de golpe al pozo más miserable del abismo. Así el ingenuo descubría en carne viva lo que se había perdido por toda la eternidad, del mismo modo que ese recluso de Picassent que, tras varios años sin catar hembra y después de que una diosa de carne le pase por la cara los pechos untados en leche condensada, regresa a su celda cochambrosa junto a nueve maromos en celo.