David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


La herida del Rif

 

Benito Gallardo, el coronel del Tercio que tan amablemente nos guió por entre los rastros del destrozado ejército de Silvestre nos advirtió al salir de Melilla: «Ya estáis en otro mundo». Tenía razón. En la frontera de Melilla acaba Europa y empieza otra cosa. No sé si Marruecos, África o directamente el purgatorio. El control marroquí y la tierra de nadie parecían una sucursal del Líbano, una calle vigilada y tiroteada, sembrada de cascotes, a la espera del plomo ardiente. Después se abría un país descojonado, con basuras sin recoger esparcidas por el suelo, charcos que no secaban nunca, calles sin asfaltar, tiendas cerradas, niños perdidos.

Era la fiesta del cordero y un olor a animal quemado y a miseria impregnaba las calles. La basura campaba a sus anchas por todos lados. Muchos edificios estaban inconclusos, sin pintar, con la piel de cemento al descubierto. El coronel nos contó que allí no había sistema de alcantarillado y que las infecciones eran el pan nuestro de cada día. El sistema sanitario brilla por su ausencia y los enfermos graves no tienen otra salida que acudir al hospital de Melilla.

En el Cerro Igueriben, hasta donde subimos siguiendo el rastro de los héroes del desastre de 1921, se nos acercó una pareja de chavales. Les dimos diez o quince euros a cambio de unos viejos cartuchos disparados por guerreros rifeños o quizá por los hombres de Benítez: fósiles de metal desenterrados de entre la arena. Uno de ellos, el más pequeño, había perdido un ojo y no era difícil colegir que, de haber acudido a tiempo a un hospital, muy probablemente lo habría salvado. Ambos se nos acercaron para hacerse una foto de familia en la cima donde sus antepasados y los nuestros habían peleado a muerte:

Ibamos en busca del rastro de los pobres soldados muertos en la matanza de Annual, víctimas de la estupidez obscena de nuestros dirigentes, y nos encontramos con otra clase de víctimas. A medida que deshacíamos el camino de regreso, recogiendo la desbandada de sangre de nuestras tropas en su alucinada huída a Melilla, la carretera se iba llenando de naúfragos sin destino. En medio de la belleza de las montañas y las lomas festoneadas de verde del Rif, los marroquíes hacían autostop con la esperanza de salir hacia algún lado, de escapar, de saltar la valla de Melilla, la valla del Mediterránero, la valla de Europa, la valla ciega y negra del mundo. Yo cerraba los ojos y veía al chaval tuerto sonriendo al recibir las monedas. Entonces recordé aquella frase de Canetti, que dice que el viajero tiene que ser despiadado y comprendí que nunca sería un buen viajero.