David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Todo cambia, todo sigue igual

Decía la zarzuela, ese género tan genuinamente madrileño, que los tiempos cambian que es una barbaridad. Antes te pillaban pintarrajeando una pared con spray y te corrían a leches por la calle. Ahora también, pero primero puede que te lleven a un museo a firmar trozos de cascotes. En mi infancia los graffiti eran casi siempre políticos y se consideraban basura. Ahora, como gran parte de la basura, los graffiti han pasado a la categoría de arte moderno. Que yo sepa, en Madrid no ha salido todavía ningún Bansky, el misterioso grafitero de Bristol cuyas obras alcanzan cifras astronómicas en las subastas y hasta han llegado a decorar el MOMA y la Tate Modern Gallery. Hace poco me emocioné al ver, en la cristalera de un banco, una pintada rematada por una A enmarcada por un círculo (el legendario anagrama anarquista), pero la emoción se me pasó al leer el mensaje, que venía a decir algo así como que éramos esclavos de la tecnología y que mejor regresar a la naturaleza. Como si el pobre imbécil que lo había escrito hubiese recogido el tubo de spray de un madroño.

Todo cambia para que todo siga igual, pero es una pena que siempre nos toque a los de mi generación bailar con la más fea. En mi ya lejana adolescencia, los que no sabíamos bailar teníamos que conformarnos con poner discos y encima tampoco nos dejaban abusar de Pink Floyd o Jethro Tull, que era lo que de verdad nos gustaba. Los tíos guapos se quedaban con las tías buenas mientras los pinchadiscos imitábamos sutilmente a los músicos renacentistas, esos cursis que pellizcaban en solitario la mandolina mientras la peña se dedicaba a la reproducción asistida. Ahora a esos tipos los llaman D. J. s, cobran una pasta por poner música y encima se llevan de calle a las chicas. Algunos hasta dan número, como en la carnicería. La mayoría siguen siendo feos, gordos e incluso calvos, pero el de D. J., como el de grafitero, es un oficio para el que muchos nacimos demasiado pronto. Antes nos llamaban pinchadiscos o pintamonas.

Decía Pedro Reyes que la energía ni se crea ni se destruye, pero siempre me da a mí. Crecimos cuando el sexo ya no estaba de moda, porque ya habían levantado la prohibición y un buen polvo había dejado de ser un acto revolucionario. Las tías no estaban por la labor porque contra Franco se fornicaba mejor. Encima, cuando estrenamos la mayoría de edad, aterrizó de golpe el SIDA, el apaga y vámonos del magreo. Para colmo, tengo algunos amigos dedicados a la enseñanza que, después de soportar durante años las burlas y las palizas de sus alumnos, han tenido que pedir asilo psicológico. De pequeños cobraron en clase, a manos de los profesores, y cuando les llegó el turno, resulta que se habían invertido los papeles. Un grafitero les podrían haber pintado Nacidos para cobrar en el casco de marines.

(publicado originalmente en el suplemento M2 de El Mundo el 25 de marzo de 2008)