David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Ángeles con las alas arrancadas

Vi por primera vez la exposición de Igor Mitoraj hace cuatro años en Cracovia y me quedé sobrecogido ante aquellos vigorosos y gigantescos bronces que festoneaban uno de los rincones más bellos de Europa. La simbiosis entre las inmensas esculturas y los formidables edificios de la Plaza Vieja (el mercado de Sukiennice, la iglesia de San Wojciech y, sobre todo, la gran catedral de Santa María, con sus dos enormes torres disparejas) formaba una alianza de tiempos y espacios que dejaba a los viandantes literalmente sin aliento. Bañadas por la nieve reciente y la luz invernal, los grandes centauros y titanes de Mitoraj tenían el empaque de un sueño: más que forjados, parecían haber brotado directamente de la tierra, de entre las grietas del suelo polaco, para alzarse otra vez desde un pasado legendario.

Sin embargo, al volver a verlos en Madrid, he tenido la misma sensación de fatalidad telúrica que me invadió en Cracovia, como si Mitoraj hubiese decidido esculpirlos pensando precisamente en el Paseo del Prado, colocándolos a lo largo del bulevar, bajo la protección de los árboles, como una sucesión de Dánaes fugitivas congeladas por el abrazo de un Apolo desesperado. Mitoraj es un artista consciente y deliberadamente clásico: alguna vez ha dicho que el arte posmoderno es, todo él, un fracaso total. Habrá quien se emocione viendo una lavadora despanzurrada, un inhóspito bloque de cemento o un bote de detergente junto a una palangana: yo soy más bien antiguo y prefiero emocionarme ante una Venus decapitada que repite en su cuerpo el estigma sagrado de la maternidad o ante un Icaro de rostro resquebrajado que extiende al cielo un ala rota como una pregunta inconclusa.

El mito perdido es el nombre que el escultor ha dado a este asombroso conjunto de fragmentos neoclásicos que parecen caídos de las nubes, arrancados del Olimpo, más que de Grecia o de Roma. La resonancia que uno siente al contemplarlos es heredera del legado homérico, de ese pasado roto y despedazado que, no obstante, forma la columna vertebral de nuestra civilización. Pero en Mitoraj hay también un acorde más personal, más íntimo. El Icaro del ala rota, el pecho mutilado de la Victoria abriéndose en una apoteosis de palomas, me recordó inmediatamente un verso que escribí muchos años atrás, cuando Dios vino en un sueño para preguntarme quién había arrancado a sus ángeles las alas. Y en la gran boca huérfana, espectral, ineludible, que se levanta ante las puertas del Jardín Botánico está la boca de mi primera novia, de mi última novia, el primer beso de amor y también el beso definitivo, el beso final que se repliega al fondo de todos los besos y cuyo recuerdo nos acompaña a la muerte, aquel sabor perdido para siempre y reencontrado al fin, plegado en un sudario de labios.

(publicado originalmente en el suplemento M2 de El Mundo el 18 de marzo de 2008)