Kruger no es (sólo) un lugar

«Safari» quiere decir «viaje» en swahili. Se hizo popular gracias al expedicionario del s. XIX llamado Richard Francis Burton y ahora es una palabra integrada en todos los idiomas del mundo, que destila unas ideas muy vagas de exotismo y riesgo, y que se convierte en algo distinto cuando se vive en primera persona.

He tenido la inmensa suerte de pasar cuatro noches en el Parque Kruger de Sudáfrica y es un viaje que no olvidaré nunca.
Este es un lugar que no se parece a nada de lo que yo haya conocido antes. «The Bush» (literalmente, el matorral), como se le conoce (también lowveld o bushveld) es un lugar lleno de historias, leyendas y misterios, donde los viajeros se reúnen en torno a un fuego en la boma y escuchan las historias del japonés que se bajó del Land Rover y se lo comieron los leones, o del trabajador del lodge que se emborrachó y le dio por reunirse con una manada de elefantes y murió aplastado por ellos.

Pero sin duda la experiencia más cautivadora, única y que logró atraer toda mi atención (algo que no me pasaba desde hace años) fue el safari en sí; también se le llama game drive, y por lo general se hacen dos, uno al amanecer y otro al atardecer. Duran unas tres horas y suelen realizarse en jeeps descubiertos, unas máquinas asombrosas capaces de recorrer todo tipo de caminos, atravesar ríos y derribar los arbustos más feroces. En estos vehículos viajan los turistas alucinados, y el ranger, el responsable de la seguridad de la expedición, conduce y tiene a mano el rifle por si, como dijo uno de nuestros rángers, llegáramos a una «situación no tan buena» y cuya pericia nos salvó de la persecución de unos elefantes bastante enfadados. En una silla adosada al capó del coche viaja el tracker o rastreador, un hombre que escanea con sus ojos el paisaje, examina las huellas y los excrementos en el camino, y siguiendo estas pistas localiza a un ‘Ngala (león) o una escurridiza pantera. La mayoría de los rastreadores y los rángers son hombres de la tribu Shangane, descendientes de los moradores primigenios del parque y famosos por su destreza ancestral para la caza. Aparte de contemplar a los animales es maravilloso disfrutar de la salida y la puesta del sol en el parque, sobre un río plagado de hipopótamos y cocódrilos, o con los montes Drakensberg al fondo.

La logística en los alojamientos también es curiosa. Por ley, en África cualquier terreno que aloje a los Big Five (León, Búfalo, Hipopótamo, Elefante y Pantera; se les llama así porque los cinco son muy peligrosos) ha de estar vallado. Una vez dentro, los alojamientos tienen una valla electrificada para impedir el paso de elefantes pero que permite el acceso al resto de animales, por lo que uno ha de mirar atentamente al salir del bungalow, al volver; y de noche es aún más peligroso, y al turista le van a buscar a la puerta para llevarle al campamento a cenar. No es raro ver facóceros (como el mítico Pumba del Rey León), impalas o pájaros alrededor, o escuchar el rugido de los leones por la noche.

Por otro lado, la naturaleza es tan generosa y abundante en el lugar que no es necesario ir con expertos para ver casi de todo. El Parque Kruger es como Parque Jurásico. Nada más entrar con el vehículo de alquiler, y después de leer las reglas (prohibido bajarse del vehículo; prohibido dar de comer a los animales; prohibido sacar las extremidades por la ventana), empiezan a aparecer todo tipo de criaturas, algunas a distancia, otras cruzando la carretera, otras dedicándote una mirada de indiferencia desde el arcén. En dos horas de ir en coche por el parque vimos los Big Five, amén de jirafas y cebras. (Un buen consejo es ir en la estación seca -el verano en España- puesto que es más fácil ver gracias a la escasa densidad de la vegetación, y además en esta época apenas hay mosquitos ni serpientes.)

Viví esos cuatro días sin pensar nada más que en la experiencia en si misma, sin internet y sin más pensamiento que el de disfrutar mi estancia en este lugar privilegiado del planeta. Fue como hacer tábula rasa de todo, dejé de ser una guionista madrileña, de pensar en la difícil situación de la economía y del sector, en la gente que conozco y de anticipar sucesos del futuro. Por primera vez en mucho tiempo, simplemente me dediqué a ser una persona en contacto con la naturaleza, sensible y alerta ante los animales, el clima, el camino y con el imperativo de atesorar en la memoria imágenes como ésta.

Y cuando nos marchamos cruzando el Crocodile Bridge, sentí muchísima pena y ganas de volver algún día. Por suerte he hecho trillones de fotos que miraré cuando se me olvide que en este mundo todavía existe la belleza y el misterio.


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