El novelista principiante estaba atascado en la página ocho de su primera novela. Entonces se dió cuenta de que estaba adoptando el punto de vista del narrador omnisciente, y de que él no tenía ni pajolera idea de nada, y que por eso le estaba resultando tan duro. Estaba claro que para sentarse a escribir una novela había que saberlo todo (omnis- y -ciente, que todis lo conocis, pensó, rememorando sus clases de latín) ser una especie de Dios con las falanges flojas, y él a duras penas conocía el alfabeto o la tabla de multiplicar del dos, así que probablemente debería arrastrar a la papelera su novela y emplear su tiempo en alguna actividad más fructífera, como aprender a cocinar en wok.
Estaba a punto de mandarlo todo al carajo cuando pensó en reescribir su novela desde la primera persona.
«Yo…» escribió. «Sólo sé que no sé nada», concluyó, y ni siquiera se le había ocurrido a él. Entonces sonó el teléfono.
-¿Sí?
(…)
-Nada, estaba escribiendo un poco. ¿Te importa que te llame luego? Estoy muy concentrado ahora.
Colgó, y se puso a mirar al techo.