Costa Rica, un serial ecuatorial (II)

Como decía, eso fue antes de oír un aullido estremecedor a nuestras espaldas.

Eso fue antes de oír esto:

-No corras. -dijo mi ese-o.
Y yo pensé, «No me jodas, ¿Qué hago? ¿Me siento y me voy quitando la ropa para que se me meriende más a gusto?»

Y entonces ese aullido volvió a sonar, más fuerte y más cerca detrás de nosotros.

-¿Que no corra? ¡Pero de qué vas, hombre!-dije yo apretando el paso, a punto de hacerme pis en los pantalones, mientras visualizaba mi lápida «Lo último que oyó antes de morir fue «No corras».

Caminábamos rápidamente, intentando hacernos los normales y los que tienen mucho mundo y les aulla una criatura desconocida cada día.

-Creo que es una tortuga,- dije yo con poca esperanza.
-Si, una tortuga tigre, no te jode.-dijo él.

Y aquelló nos perseguía, y no queríamos mirar hacia atrás, caminábamos muy ligeritos hundiendo nuestras botas en el barro y acordándonos, seguramente, de cuando éramos pequeños y nuestra abuela nos daba caramelos Werthers original. Mi ese-o me sacó de la jungla y preguntamos haciéndonos los Diane Fossey del mundo que qué bicho ese era que hacía ese ruido tan especial. «Monos aulladores», dijo el recepcionista sin levantar la vista de la prensa. «Ah, claro», dije yo», «Te lo dije, ¿no te lo dije?».

Esa noche fuimos a presenciar el desove de una tortuga verde en la playa de Tortuguero. El Parque autoriza la visita y varios grupos de personas se acercan a una tortuga que está depositando unos cuantos huevos (hasta 130) en un agujero que ha hecho en la arena. Fernando, nuestro guía, nos iba contando y enseñando. Levantaba la aleta de la enorme tortuga, y alucinados podíamos ver como los huevos caían blandamente unos encima de otros, cayendo del interior del animal de tres en tres. Los huevos no son rígidos, sino blanditos, precisamente para que no se rompan. La luna iluminaba tenuemente la playa, y se adivinaban otras tortugas que lentamente salían del mar para dejar sus huevos; la luz de la luna brillaba en sus caparazones, y así, al ver una luz inesperada centelleando en un punto lejano de la orilla, podías descubrir a otra tortuga. Lo malo es que la cantidad de revuelo en la playa hacía que la mayoría se dieran media vuelta, disgustadas, como si dijeran «ni desovar a gusto le dejan a una». No permitían llevar cámaras de ninguna clase, así que como dirían los ticos de eso «no os ofrezco».

Al día siguiente hicimos una excursión en barca por el canal. Y vimos que Tortuguero era una especie de zoo loco. Monos, tucanes, garzas, nutrias, caimanes, tortugas… incluso vimos una pareja de delfines saltando por el canal. Y aquí vuestra amiga resultó ser una gran avistadora del mundo animal. Y no sólo eso, sino que en un alarde de valentía, me arrimé más que José Tomás. ¿No os lo créeis?

Al regresar al lodge, el recepcionista nos preguntó qué tal lo habíamos pasado. «Genial» dijimos los dos al unísono. «Qué dicha«, respondió el tío, «qué dicha«. Nosotros le miramos como si fuera un pervertido.

-¿Qué mierda es esa de «qué dicha»?-dijo s.o.
-No sé, pero me ha sonado muy sexual.
-¿Y eso de «Pura vida» que dicen?
-No sé, creo que vale por «qué pasa, tío», también por «todo bien» y «no quedan frijoles».
-Ah, pues qué dicha.

El resto de nuestra estancia en Tortuguero nos la pasamos dirimiendo si debíamos hacer kayak en el canal, sí, ese mismo canal en el que vimos un cocodrilo que pensamos que era un árbol entero a la deriva. Para convencerme, S.O. le preguntó a Germán, un simpatiquísimo camarero del bar, fan del Barça, largo, con bigotillo y ojos saltones, un hermano Dalton ecuatorial.

-Pero aquí los cocodrilos no se comen a la gente, ¿verdad?
-Bueno, no. Aunque el año pasado uno se comió a un chico de 13 años. Pero es que le estaba molestando.

Pero para Ese O eso no era motivo suficiente. Cinco horas después, nos hallábamos discutiendo socráticamente en el bar con vistas al canal.

-Que no, cojones, que no hago kayak.

Un diluvio vino en mi ayuda y al día siguiente nos despedimos con pena de Tortuguero y volvimos a San José para encaminar nuestros pasos a la zona del Volcán Arenal, donde hay muchísimos hoteles. El volcán siempre estaba nublado y no conseguimos verlo, a pesar de que dedicamos un par de días a darle vueltas al volcán, verlo desde cada angulo y caminar por aquí y por allá. El hotel también era casiforme (con forma de casa), y por las noches se oían ruiditos de extrañas alimañas que querían entrar y rascaban la puerta y las ventanas. ¿Ratas? ¿Ratones? ¿Dragones de Komodo? ¿Iguanas ebrias? En cualquier caso, esta zona es la menos recomendable. Demasiado turisteo, solo se puede dar vueltas al Volcán, hacer canopy, rafting y muchas cosas acabadas en -ing. ¿Qué es Canopy, os preguntaréis? Simplemente os responderé:

-Que no, cojones, que no hago canopy.

Canopy, conocido como Tirolina en estas latitudes, es viajar de la copa de un árbol a otro suspendido por un cable, deslizándose por la cuerda encogido como un fráguel borracho. Parece muy gracioso pero las plataformas están a varios metros sobre el suelo (a veces hasta 75) y se alcanzan velocidades muy de reírse, como por ejemplo 80 kilómetros por hora. Por suerte, visitamos las termas de agua volcánica del Tabacón (no sabes que quema más, si el agua o el precio de la entrada) y el Arenal Observatory Lodge, lugar donde hay varios senderos que recorrer, con excelentes vistas al volcán e incluso un observatorio con sismógrafo, en el que los ruidos del Volcán se registran con enigmáticas curvas. El lugar se ha convertido en un alojamiento con restaurante pero inicialmente fue construido por dos naturalistas vinculados a la Universidad de Costa Rica.

Después nos desplazamos por una carretera sin asfaltar que atravesaba las montañas hasta Monteverde. Las colinas verdes eran perfectas, tanto, que recordaban a los paisajes del Super Mario Bros. Al llegar al hotel, la vista era maravillosa, como si estuviéramos alojándonos en las nubes. Las puestas de sol eran espectaculares, y vimos una tormenta como quien ve cómo la vecina de enfrente tiende la ropa. Así de arriba estábamos. Por supuesto fuimos a la reserva biológica de Bosque Nuboso de Monteverde, cuyo nombre lo dice todo. Atraviesas los caminos mientras las nubes se deshacen entre los árboles. Además, hay un café, llamado Café Colibrí, en el que se puede tomar un excelente café viendo una galería de colibrís que revolotean en torno a unos bebederos de agua. Tanto nos gustó que en el último día repetimos visita y compramos café.

Al volver, ese o dijo que quería hacerse unas fotos con el carrou 4×4 que habíamos alquilado, y paramos en un lugar del camino, en una carretera sin asfaltar flanqueada de árboles. Resultó que no teníamos ninguna foto juntos, y él dijo:

-¿Por qué no apoyas la cámara ahí y le das al temporizador?
-Sí, ¡qué buena idea!

Corrí a apoyar la cámara en un poste metálico que, en paralelo con otro, servía para tender una cadena que impedía el paso a una finca. Estaba apoyando la cámara, y antes de que pudiera darme cuenta, mi preciada Canon cayó al interior del tubo hueco de metro setenta y cinco centímetros, cuyo fondo estaba metro y medio más abajo de la superficie.

Continuará.