Ich Bin Ein Berliner (Pedazos de Berlín)

Esas fueron las palabras de John F. Kennedy en su visita a Berlín el 26 de Junio de 1963, pocos meses antes de morir. Así concluía su discurso:

All free men, wherever they may live, are citizens of Berlin, and, therefore, as a free man, I take pride in the words «Ich bin ein Berliner.»

Algunos años más tarde, en Junio de 1987, Ronald Reagan le dijo a Gorbachov: «Tira ese muro».

Ahora hace casi veinte años de la caída de Berlín, y acabo de llegar a Madrid, con la cabeza llena de historias, la cámara llena de fotos, la maleta llena de cosas y el desconcierto propio de alguien que llevaba mucho tiempo sin desconectar de verdad, que había logrado vivir, durante unos días, en una rutina maravillosa y que intenta sintonizar de nuevo con la vida, con las obligaciones y sobre todo, encajar las sensaciones que el pedazo de viaje que me he pegado me ha producido. Tras un viaje importante, a cualquiera le gustaría poder cristalizarlo todo de forma nítida y certera, como quien se compra un pedazo del muro de Berlín en una bolsita. (No me lo creo. No me lo creía tampoco en la época de Superpop, como comenta Ruth Adsuar.

Paseando por el East Side Gallery ví muchos murales, arte sobre las barreras, viendo que realmente inspiraba a mucha gente. Aunque también hubo quien escribió, «Cabrones del aeropuerto, devolverme las maletas». Un tal Juanky también aspiraba a la inmortalidad, pasandose por el forro toda la significación del muro. Quizá Juanky se compró un trozo de cemento en el aeropuerto.

En el museo de Pérgamo leí un panel (no se pueden leer todos, pero se leen los primeros por decoro) en el que se afirmaba que la cultura helénica se sustentaba sobre la persecución de la sabiduría y la belleza. Y creo que, a fin de cuentas, un buen viaje ofrece esas posibilidades. Quizá no me haya enterado de muchas cosas, quizá sólo haya logrado un barniz superficial, quizá lo que me he llevado haya sido un equivalente mental al pedacito de cemento de rigor, pero podría estar escribiendo y quizá lo haga (se siente) sobre lo que he visto estos días.

A modo de introducción, y como forma de encajar lo vivido, voy a hacer un sumario estilo Berlín-for-Dummies para aquellos que les interese. En posteriores posts, hablaré con más detalle de ciertos lugares y ciertas historias que forman parte de mi disco duro.

Lo imprescindible

Nefertiti, en el Museo Egipcio de Berlín. El Altar de Pérgamo y la puerta de Ishtar, en el Museo de Pérgamo, y su exposición sobre Babilonia. Las interminables colecciones de cuadros de la Gemaldegallerie. Los cuadros de Courbet en el Altes Museum (aunque Friedrich no estaba.) El conjunto de palacios de Saintsoucci. Callejear. El Museo de la Stasi.

Las tiendas de segunda mano. El Bundestag. El muro. El ambiente de las calles. La repostería. Los mercadillos.

Lo molón

Para los mitómanos, sesión de fotos absurdas en Checkpoint Charlie. La puerta de Brandenburgo. La torre de la tele. Las tiendas de segunda mano. (Hay algunas, como Garage, en la que la ropa se vende a quince euros el kilo.) Los perritos. El frikadellen. El Café Einstein, cerca de Nollendorf Platz. El museo de la Bauhaus. Las galerías Lafayette (un precioso edificio de Jean Nouvell.)

Los timos de la guía (donde no ir.)

El museo Die Brucke. Parece que va a ser un museo con obras de Nolde y así, pero en realidad es un edificio muy cuco donde sólo hay exposiciones temporales y no se puede ver demasiado de la corriente artística.

También buscamos un mercadillo inexistente en el barrio turco, en Moritz Platz. No está.

Friedrich. Voló de la Altes Gallerie y nadie sabe dónde está.

El museo de cine, en Potsdam. Nada del expresionismo alemán, nada de Fritz Lang, nada de la época temprana de Wilder, ni de Preminger, ni de nada. Eso sí, tiene una puerta de un taxi de una de las pelis de Jason Bourne. Ole.

Lo peor

Las distancias. Las nubes perpetuas. Lo antipáticos que son los alemanes, especialmente en bares y comercios. Que siempre están haciendo lecturas en los bares y conciertos. La indicación en el transporte público. La falta de letreros en español, y a veces ni siquiera en inglés, en demasiados museos y servicios. Que sólo ponen música del siglo XX en los bares.

La vida nocturna

El mítico café Zapata (quién dice que el comunismo no puede ser un parque temático.) El Kaffe Burger, lugar canalla donde al parecer, Madonna celebró su quincuaqésimo cumpleaños.

El CCCP. Las hamburguesas del White Trash Fast Food. El precio de los cubatas, a los que llaman cuba libres y saben a mojito, quizá porque los llenan de lima y los preparan con un brebaje lamentable al que llaman Fritz Cola.

Conclusión

En una nota un poco más personal, me ha encantado la sensación de libertad. Me ha encantado averiguar que los deseos de vivir más, de llegar más lejos, a veces no están tan fuera de nuestro alcance como creemos. Quiero pensar que ahora soy más libre, más sabia, que he interiorizado algo de esa belleza que he visto. En una nota más personal aún, quiero decir a M. y a E. que me ha hecho muy feliz compartirlo con ellas. Que forman parte de mi cristalización, de mi pedacito de muro, de ese fragmento de materia que no significa nada para los demás. Sin embargo, cierro los ojos, estrecho en mi mano ese cachito de cemento y las aristas clavándose en la piel hacen que me den ganas de vivir mil vidas.

Berlín, primeras impresiones

«El 4 de Noviembre de 1989 500.000 manifestantes se reunieron en Alexanderplatz para pedir reformas políticas. En esa época la RDA estaba perdiendo unos diez mil ciudadanos al día. La hora de la verdad se produjo el 9 de Noviembre de 1989, cuando el Politburó de la RDA intentó dar un giro radical a la situación aprobando los viajes al Oeste. Günter Schabowsky, dirigente del Politburó, anunció la nueva medida en una conferencia de prensa televisada. Un periodista le preguntó cuando entraría en vigor, a lo que Schabowsky, tras consultar incómodamente sus notas y sin saber por qué, dijo equivocadamente «desde ahora mismo». Tras un momento de vacilación, decenas de miles de personas corrieron hasta los puestos fronterizos de Berlín ante la mirada atónita de los guardias, quienes, a pesar de desconocer la noticia, no intervinieron.
Los berlineses occidentales salieron a las calles a felicitar a los visitantes; las lágrimas y el champán corrieron a mares. En medio de fiestas interminables, los Trabants hacían colas kilométricas y miles de personas cantaban a horcajadas del muro despedazado. La Berlín dividida volvía a ser una sola.»

De la Guía de Berlín de Lonely Planet

Hace algunos días llegué a Berlín. Nos encontramos a punto de convertir el turismo en una disciplina olímpica, o bien un videojuego. Estamos llegando al límite de nuestras fuerzas y al tuétano de las guías de viaje y recomendaciones variadas. Lo bonito de viajar es poder ver las grandes y no tan grandes diferencias, y en Berlín especialmente ya que esa diversidad late en cada punto del mapa.

Hace frío, el cielo está cubierto de forma perenne y a los berlineses les gusta la comida sana y desplazarse en bicicleta. Las distancias dentro de la ciudad son enormes. Los edificios de apartamentos suelen tener un patio interior lleno de árboles, donde almacenan sus bicicletas y reciclan su basura en cuatro categorías. Las calles son tranquilas y algo oscuras, el sol cae sobre las siete y media, y cuando arrecia el viento te sientes como en una novela del romanticismo alemán. El transporte público es un enjambre, el S-Bahn cubre la superficie, el U-Bahn el mundo subterráneo, y también hay buses y tranvías de color amarillo. Los olores de Kebab saturan el aire, y la Tv Tower se ve desde el aparmento en el que me quedo, situado en la zona Este, donde es fácil encontrar licor pero difícil encontrar librerías, y donde las pintadas invaden los edificios descascarillados.

Lo que más me gusta de Berlín es la sensación de que esta ciudad se reiventa cada día. La mezcla de la perfección germánica (en el exterior del Bundestag, había unos 50 Audis alineados en diversas gamas de gris) con la irreverencia y la libertad que brillan y sorprenden en cada esquina, en cada bar, en cada tienda, en cada atuendo, en cada graffiti. (Esta misma tarde fotografiamos una pared de un edificio cubierto de zapatos.)

Hoy, con la nostalgia que siempre apareja el agotamiento, me da por imaginarme cómo sería mi vida si ese cielo encapotado fuera mi casa, si mi vida fuera otra y hubiera podido conocer a mi otra mitad a la edad de nueve anyos.

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Mi noche en blanco

Ayer cogí un autobús a las 14.30. Llegué a Astorga, (León) a las 18.00 h. Encontré el Teatro Gullón (para que luego digan que las mujeres no sabemos leer los mapas), tomé asiento, comenzó la gala de clausura, donde actuaron Russian Red (cuya actuación me encantó, os lo recomiendo), además de una bonita actuación de unos bailarines de danzas leonesas (por su aspecto, bien podrían haber venido de una galaxia paralela) y se entregaron los premios del IX Certamen Nacional de Cortos de Astorga.

No he encontrado ningún vínculo para que consultéis el palmarés, pero los galardones estuvieron muy repartidos: «Alumbramiento», de Eduardo Chapero-Jackson (este hombre es un talentazo pero lo de su nombre me parece fascinante, sólo podría ser mejor si se llamara Eduardo Acción-Jackson), «Heterosexuales y Casados», de Vicente Villanueva (a quien tuve el placer de conocer), y «Las Horas Muertas» de Aritz Zubillaga se llevaron los tres premios gordos, y luego también hubo premio para mi amiga Isabel de Ocampo por «Miente». Además, pasé un buen rato hablando con Lucas Figueroa, que se llevó ni más ni menos que tres premios por «Porque hay cosas que nunca se olvidan» y con Hatem Kraiche Ruiz-Zorrilla, que se llevó otro para su corto «Machu Picchu». En fin, que les doy las gracias a Luis Miguel Alonso y a la organización del festival por su amabilidad y por apoyar mi corto.

Y el premio al mejor guión me lo llevé yo, qué pasa, por «La Aventura de Rosa.» Y claro, el típico trajín de subir a recoger el premio, hablar, yo creo que dije algo como esto:

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Por cierto, podéis leer sobre todo lo relativo al corto en este nuevo blog del ídem.

Después de la clausura, en la que los bailarines de danza leonesa gritaban «¡mundo!» o algo así y saltaban graciosamente definiendo 365º, cenamos un picoteo con exquisitos productos de la tierra, como cecina, jamón, empanadas, chocolate y pasé un buen rato con los amiguetes que os he mencionado. A las 02:15 cogí el autobús de regreso, con el trofeo, un simpático buho que pesaba varios kilos, y llegué a Madrid a las 06.30, viendo jovenes borrachos de tanta cultura por las calles.

Os dejo con la clásica instantánea de «jóvenes cineastas con Montxo Armendáriz de fondo», y prometo volver con posts más serenos e incluso con vínculos y frases subordinadas.

Ahora no puedo hacerlo porque me voy de vacaciones. Mi destino es clasificado hasta que os escriba desde allí. (Pocas veces tengo la ocasión de hacerme la interesante y no la iba a dejar escapar.)

Sed buenos.

Amo Madrid (I) la Filmoteca

Una de las mejores maneras de eliminar el tedio de nuestras vidas es ir al cine, y aún mejor a la Filmoteca. Por eso, hace algunos días dirigí mis pasos al templo del cine en Antón Martín, para ver «Qué verde era mi valle», de John Ford. Por si alguien no le conoce, éste hombre se presentaba de una forma sucinta y directa. «Me llamo John Ford y hago películas del oeste.» Lo hizo ante el Comité de Actividades Antiamericanas. Podéis leer el relato del momento aquí.

Por varias razones, la experiencia me resultó algo más irritante de lo que yo esperaba, y no por la peli de John Ford, que sin ser una obra maestra, es emocionante y bonita, con bastantes dosis de drama y sufrimiento cristiano, y una galería de personajes entrañables, como Dai Bando. Pero hablaré de motivos que bullían amenazadoramente en la oscuridad, como una marmita repleta de sapos.

Había bastante público en la sala. Conocedora de que el público habitual de la filmo es como una caja de bombones (nunca sabes si te van a dar la peli) tomé asiento al lado de un grupo de viejecillos. Se apagó la luz cuando una oscura intuición se apodera de mí. Y no tardé mucho tiempo en averiguar que estaba en lo cierto.

Alguna gente mayor es demasiado mayor para saber que en los cines no se habla. A pesar del coro de Ssshss vertidos hacia ellos durante los 120 minutos de peli, los ciudadanos de la tercera edad (algunos de la cuarta) se mostraron inasequibles al desaliento. Y lo peor de todo eran los comentarios en si mismos, casi siempre del mismo estilo: decir en voz alta lo evidente.

Que hay un personaje en segundo término: «Míralo, ahí está.» Que pegan al chaval de la peli con una vara: «Toma, toma, y toma…» Que la prota se casa con un hombre al que no quiere: «No le quiere, quiere al otro.» Que sale el niño con uno de sus hermanos, después de hora y veinte de película. «Mira, ése es su hermano.» Y a los dos minutos, y aludiendo a los subtítulos: «Ay, a mí es que me cansa leer todo el rato.» Por si fuera poco, descubrí que había otro espontáneo en la sala, que hacía lo mismo que mis vecinos de fila, pero A GRITOS.

Al igual que el vejete de al lado, éste gritó «¡TOMA!» en la escena de la zotaina, y varias cosas más, que han sido coreadas con varios ssshss desde todo el patio de butacas: «¡Miserable!», imprecó crecido a un villano. Intenté concentrarme en el final de la peli, que era muy dramático, y cuando estaba a punto de sacar el pañuelo, el vejete exclamó:

«¡Qué aburrimiento, la virgen!»

Dediqué unos segundos a rezongar, chasquear la lengua y suspirar, y cuando quise volver a la peli, me encontré con el rótulo «THE END».

«Hala, vamos tirando, que hay fútbol», dijo el vejete a modo de epílogo antes de abandonar su asiento silbando.

Cualquier asiduo a la filmoteca sabe que por allí desfila toda una galería de personajes, a veces esperpénticos, otras lamentables, y otros simplemente alucinantes. La sesión más increíble a la que yo he asistido fue «El Otro» de Robert Mulligan, donde en la fila de delante, un tipo con un pasamontañas modelo abeja maya, que estaba bebiendo a morro de una botella de Johnny Walker, alzándola entre mi mirada y la pantalla, se puso a ladrarle a otro espectador. Y no bromeo. ?ste individuo era, sin lugar a dudas, el bombón de licor.

Trailer de «Qué verde era mi valle.»

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Primeras Palabras

Daría todo lo que tengo por tener un secreto.

Como habréis notado, este blog se ha transformado. Me han adoptado en el Hotel Kafka, y yo me siento alborotada y feliz como un infante borracho (¿Quién quiere un niño sobrio?, que dirían Faemino y Cansado). De alguna manera, hoy es mi segundo primer día, y me ha hecho pensar en las segundas veces que se viven como primeras. En que todo el mundo, llegado el momento, siente la necesidad de reinventarse. También hay mucha afición a eso de «ser fiel a uno mismo», pero yo no lo veo demasiado interesante. Ser infiel a uno mismo ofrece posibilidades mucho más atractivas.

De hecho, creo que si no haces algo impropio, absurdo o sorprendente cada cierto tiempo, te oxidas. A veces, una noche, o un día, ves un signo de neón que reza: «¿Quieres hacer una gilipollez/algo sublime? Sígueme.» Al cabo de unas horas, tienes alguna anécdota absurda que compartir, y mientras lo has vivido, descubres que las situaciones que no te son propias, o que llevan la palabra «memez/aventura» escrita en la frente, te hacen experimentar sensaciones maravillosas como la euforia, el temor, el arrepentimiento instantáneo o la sorpresa.

Esa es la misma necesidad que probablemente impulsara al protagonista de «El Club de la Lucha» a meterse en grupos de gente con diversas adicciones, traumas o sufrimientos y experimentar algo de sus vivencias. El ansia de acumular sensaciones, de liberarse del propio contexto y de vivir algo de primera mano, aunque sea mediante el uso de la falsedad. Así comienza esta novela de Chuck Palahniuk.

Tyler me consigue un trabajo de camarero, después de haberme puesto una pistola en la boca y decirme que el primer paso para acceder a la vida eterna es morir.

Otro ejemplo. Así comienza «Apocalypse Now», la obra maestra de Francis Ford Coppola.

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«Saigón, joder, aún sigo sólo solo en Saigón. A todas horas creo que me voy a despertar de nuevo en la jungla. Cuando estuve en casa durante mi primer permiso, era peor, me despertaba y no había nada, apenas hablé con mi mujer, salvo para decirle «sí» a su petición de divorcio. Cuando estaba aquí quería estar allí, cuando estaba allí no pensaba nada más que en volver a la jungla. Llevo aquí una semana, esperando una misión, desmoralizado. Cada minuto que paso en este cuarto me hace ser más débil, y cada minuto que pasa, Charlie se agazapa en la selva, se hace más fuerte. Cada vez que miro alrededor, las paredes se estrechan más y más.»

Por supuesto, también tenemos esta frase tan evocadora y misteriosa de «En Busca del Tiempo Perdido», de Marcel Proust.

«Mucho tiempo he estado acostándome temprano.»

Estos tres son ejemplos de grandes comienzos, y yo me he servido arteramente de ellos para ilustrar la importancia de un buen principio, aunque sea el segundo. Por eso he iniciado este post con una frase aleatoria para lograr vuestra atención, y he seguido haciendo trampas, usando el talento de los otros, para seguir cautivando vuestro interés.

Eso es lo malo de reinventarse. Puede que sea liberador, pero mentir se hace indispensable en algún punto.

Reinvéntate.

Aún estás a tiempo.

¿Qué grandes comienzos recordáis?